Texto publicado en Anuario de Relaciones Laborales 2013 (enlace a índice y presentación) coordinado por Antonio Ferrer y Santos Ruesga y
editado por la Unión General de Trabajadores.
La agricultura española, y
concretamente el subsector de las frutas y hortalizas, ha conocido en las
últimas décadas una progresiva globalización de sus productos y en paralelo un
proceso de asalarización de su fuerza de trabajo. Esta dinámica se ha venido
produciendo en el contexto de la modernización económica de la década de los
80-90 que posibilitó la desactivación de las tradicionales bolsas de jornaleros
de la España del Sur y Levante, por su trasvase hacia sectores como la construcción,
la hostelería u otros. De tal forma que fueron
los flujos migratorios internacionales los que desde finales de los 80 han
venido suministrando el trabajo necesario para la “huerta de Europa”. Es esta fuerza
de trabajo aportada por la inmigración la que está en la base del vigoroso
desarrollo de las orientaciones agrícolas más innovadoras. De los casi 362.000
peones agrícolas que en 2010 se ocupaban en la geografía agraria española, un
50% o más estaba compuesto por varones y mujeres inmigrantes (según las EPA-2010,
en la agricultura española se empleaban 184.500 ocupados extranjeros).
La formación de una agricultura altamente globalizada
y salarial se ha venido basando en una acusada dualización de las
cualificaciones de trabajo, que es al mismo tiempo una polarización de las
condiciones de empleo. Mientras que está experimentando un incremento de las
cualificaciones hacia arriba (técnicos, comerciales, maquinistas, etc.), hacia
abajo se abre un amplio proceso de desvalorización del trabajo más manual
(recolectores, mujeres de almacenes de confección, etc.). Esta lógica está
fuertemente etnificada: el 90% de los activos trabajadores cualificados son
españoles, mientras apenas el 10% son extranjeros.
Y es que la globalización de la agricultura ha ido
a la par de una extrema flexibilidad de las relaciones salariales. Las
relaciones laborales en las agriculturas españolas han profundizado la
eventualidad e intensificado el trabajo, y se ha constituido un tipo de trabajo
de extrema fluidez. Esto ha sido factible mediante la movilización continua en
el tiempo de categorías sociolaborales altamente vulnerables en el interior de
la organización social del trabajo, principalmente mujeres e inmigrantes.
Desde la vulnerabilidad de sus condiciones de
inserción, sin embargo, los trabajadores inmigrantes pusieron en marcha
estrategias de progresiva integración social aprovechando los recursos del
sistema de protección social y presionando para mejorar sus condiciones
laborales. Además muchos pudieron trasvasarse desde la agricultura hacia otros
sectores económicos, muy especialmente hacia la pujante actividad de la
construcción, como estrategia de fuga de las duras condiciones de trabajo del
campo. Esta trayectoria más o menos ascendente se truncó con el advenimiento de
la crisis de 2008. El vehículo de la integración social
pacientemente tejido durante estos años atrás se resquebraja por todas partes.
Los hijos de las familias inmigrantes –excelente termómetro de la integración
alcanzada por este colectivo de la clase trabajadora- que con enormes
dificultades trataban de avanzar en los itinerarios formativos y educativos
(también huyendo del trabajo en el campo) se ven ahora envueltos en la dinámica
de sus familias en crisis, optando por abandonar la escuela para formar parte
del ejército de precarios, subempleados e informales.
Ciertamente,
como no paran de insistir periodistas y empresarios del sector, la agricultura
se ha convertido en “un refugio” para muchos trabajadores golpeados por la
crisis. Pero esto ha de entenderse con las debidas matizaciones para no
incurrir en excesivos triunfalismos. Si observamos las series de la EPA sobre
los ocupados en la construcción observaremos rápidamente el tremendo ritmo de destrucción
del empleo en el sector de la construcción, con la generación de casi un millón
de desempleados. Y efectivamente la
serie de evolución de ocupados en la agricultura nos muestra una evolución
positiva del empleo desde el inicio de la crisis. Lo que induce a pensar que ha
habido cierto trasvase de ocupación de la construcción a la agricultura. Pero
si miramos estas mismas series desagregando el origen nacional concluiremos que
este trasvase es más intenso en el caso de los trabajadores extranjeros que
experimentan un fuerte crecimiento en la ocupación agraria (de 171.000 en 2008
a 192.000 en 2012), mientras que los trabajadores españoles presentan una
evolución más estable con un ligero crecimiento (y eso en el caso de los
varones que pasan de los 457.800 ocupados del 2008 a los 462.200 del 2012,
mientras que las mujeres decrecen su participación en el mismo periodo pasando
de las 171.300 ocupadas agrarias de 2008 a las 157.000 de 2012). Es decir, la
agricultura es un refugio, efectivamente, pero étnicamente diferenciado también
en términos de género (las mujeres inmigrantes también incrementan su ocupación
en la agricultura en la serie: de las 38.200 de 2008 a las 44.100 de 2012).
En
definitiva, las fracciones más vulnerables de las clases trabajadoras, esto es,
los trabajadores inmigrantes no comunitarios, son los que mayormente están
encontrando “un refugio” en la agricultura (pues persiste en términos generales
el rechazo al trabajo en un sector donde perduran unas condiciones laborales
altamente precarias). Una vulnerabilidad construida socialmente sobre la base
de la discriminación como muestra el que los trabajadores inmigrantes están
siendo los primeros en ser expulsados del mercado laboral en la actual
coyuntura recesiva, con una tasa de desempleo que casi duplica a la de los
nacionales. Es el criterio de preferencia nacional aplicado no para emplear
sino para desemplear: en 2012, la tasa de desempleo de los extranjeros no
comunitarios alcanzaba el 38,6%, mientras que la de los nacionales se situaba
en el 23,11%. Algunos estudios regionales han llegado a conclusiones similares,
como el Observatorio Permanente Andaluz de las Migraciones: “… efectivamente,
la crisis económica originó un proceso de movilidad intersectorial con destino
al sector agrícola andaluz. Sin embargo, sus actores no fueron, según los datos
disponibles, trabajadores españoles en situación de paro, sino trabajadores
extranjeros que habían perdido su empleo … El aludido repliegue de trabajadores
hacia el sector agrícola andaluz estaría protagonizado, en gran medida, por un
segmento específico de la población inmigrante, como son los varones oriundos
de países africanos que residen en España, desde hace varios años” (OPAM, 2011,
p. 11).
De
tal forma que una vez más, gracias a la coyuntura recesiva, la agricultura
salarial cuenta con un ejército de mano de obra disponible, vulnerable y
altamente disciplinado. Y como en otros momentos de abultamiento del ejército
de reserva, las empresas del sector están encarando las dificultades de la
crisis mediante una estrategia de competitividad basada en la reducción de
costes laborales. Como muestran numerosas denuncias sindicales y las
investigaciones en curso (por ejemplo, en el Proyecto ENCLAVES estamos
comparando la realidad del trabajo en tres agriculturas regionales: la
horticultura del poniente almeriense, la fruticultura del interior de Murcia y
la uva del Vinalopó alicantino) estamos asistiendo a una proliferación de las
prácticas de economía sumergida (destajos, ausencia de contrato, no
remuneración de las horas extraordinarias, prestamistas informales de mano de
obra, etc.), a una intensificación de los ritmos de trabajo y a una
generalización de la precariedad laboral en un sector donde siempre persistió
la eventualidad como relación contractual básica.
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