En buena medida, el modelo agrícola implementado por la Revolución Verde tras la Segunda Guerra Mundial ha colapsado: las condiciones sociales y ambientales a nivel global están siendo mermadas de forma acelerada. Las vías de modernización abiertas en los campos de cultivo han generado una explotación intensiva del territorio, cuyos efectos transcurren por la pérdida de biomasa, el acaparamiento de tierras (landgrabbing), la precariedad laboral en los agronegocios, entre otros muchos problemas... A pesar de ello, la visión economicista del desarrollo neoconservador tiene un amplio eco entre las instituciones públicas y privadas encargadas de diseñar la explotación agrícola del territorio. Ante este panorama, se han planteado alternativas sustentadas en trabajos que permiten establecer conclusiones sobre la insostenibilidad territorial de diversas formas de explotación agrícola[1] Algunos estudios agrarios han dejado a un lado la crematística, para establecer una regeneración dialéctica transdisciplinar “entre las diversas ciencias de la naturaleza y la sociedad”, partiendo de una perspectiva histórica (Tello 2010:355). Los efectos medioambientales derivados de la acción antrópica han provocado que numerosos estudios dirijan su observación en busca de las “raíces del deterioro o el espejo en que contemplar las virtudes de la agricultura orgánica” (Robledo 2002:263).
La voz caricaturesca de las actuales políticas gubernamentales en España hablan del crecimiento del producto interior bruto en buena medida provocado por el aumento de las exportaciones en los últimos meses. La región mediterránea de Murcia, efectivamente, está elevando el ritmo de las exportaciones. Durante el lustro 2006 a 2011 el ritmo de las exportaciones agroalimentarias crecía al 7,67 por ciento, pasando de 2.382.514,63 miles de millones de euros generados por el sector, durante el primer año citado, a 3.072.941,07 miles de millones en 2011, según el Instituto de Fomento de la Región de Murcia, (2012).
La Federación Española de Asociaciones de Productores Exportadores de Frutas, Hortalizas, Flores y Plantas Vivas, FEPEX, indicaba que las exportaciones de frutas y hortalizas crecían a un ritmo del 13.5 y 1,5 por ciento respectivamente desde 2011. Productos agrícolas importados, fundamentalmente, por Alemania, Francia y Reino Unido, beneficiarios de los territorios del sureste español, siendo la Comunidad Valenciana, Murcia y Andalucía las principales provincias proveedoras. Particularmente la exportación de uva de mesa en la Región de Murcia supondrá un volumen de 100.000 toneladas al final del año 2013, según las previsiones de FEPEX, con un valor aproximado de 180 millones de euros. De esta manera, Murcia produce el 90 por ciento de la uva sin semilla de España, siendo pues líder en este sector agroexportador a nivel nacional[2]
Pero el incremento exportador no tiene siempre una correspondencia con el desarrollo y sostenibilidad social y ecológica. En este punto, Latinoamérica tiene larga data de experiencia histórica. Desde fines del siglo XIX, la tierra sufrió una revalorización brutal: las demandas de productos primarios desde Europa y Estados Unidos, inmersos en la segunda revolución industrial, provocaron, en coalición con los gobiernos de criollos surgidos tras las independencias, la liberalización de las tierras y la desvinculación de los indios de sus predios y nexos comunitarios. Surgía así el latifundio como expresión política y económica de dominación sobre las comunidades locales. Un siglo después, a partir de la década de 1980, tras el lapso de las reformas agrarias al albur de la Revolución Verde, América Latina, bajo el recetario de las instituciones financieras mundiales, esto es, Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional, Organización Mundial del Comercio, Fondo Interamericano de Desarrollo..., en coalición con las políticas domésticas, reactivaba el comercio exterior y por contra acuciaba la dependencia de las importaciones de productos básicos. Se creaba así una fuerte dependencia con el mercado internacional; de esta manera, países como Ecuador dependían únicamente de los rubros obtenidos por las exportaciones de petróleo o frutas tropicales, principalmente banano. Esta dependencia deprimía a otros sectores productivos ineficaces y elevaba las tasas de concentración de capital de los propietarios de las explotaciones, que a su vez, y especialmente a partir de las tres últimas décadas, manejaban estrategias de diversificación de capitales, invirtiendo en multipropiedades y controlando toda la cadena productiva.
Como recordaba Francisco Alburquerque, algunos de los países más desarrollados del mundo, tales como Alemania, Japón, Estados Unidos, Reino Unido o Francia, mantenían al inicio del siglo actual, una tasa porcentual derivada de las exportaciones respecto al producto interior bruto muy reducida; mientras países como Nigeria, Gambia, Mauritania o Marruecos mostraban una alta dependencia de las exportaciones, sin que ello elevara los estándares de vida de sus habitantes. Concluía Alburquerque, que estos datos contradicen “las recomendaciones habituales de políticas de desarrollo que provienen de los discursos predominantes”, que insisten en la inserción en los mercados internacionales, lo que supone la negación de los factores relevantes de los que depende el desarrollo; esto es, no tanto de “alcanzar nichos de mercado internacionales como de la capacidad interior para lograr incorporar las innovaciones productivas y de gestión en el seno del tejido productivo y empresarial de los diferentes países” (F. Alburquerque 2003).
Esta forma de concebir el desarrollo, y particularmente la producción agrícola tiene sus antecedentes en las dos revoluciones verdes del siglo pasado; una primera, urdida entre el presidente estadounidense Hernry Wallace y la Fundación Rockefeller en el México poscardenista de la década cuarenta, a los que se sumaría la Fundación Ford, en 1953, y en 1960 la Fundación Kellogg´s; y la segunda, durante los años noventa, diseñada bajo la revolución genética y la biotecnología. Ni una ni otra han reducido el hambre y la desigualdad mundial, no han equilibrado la balanza de inequidad entre los países productores y consumidores, no han otorgado la Seguridad y Soberanía Alimentaria a los territorios [3]
El sostenimiento de este modelo de desarrollo productivo en el agro a nivel mundial, por una economía de libre mercado que prioriza el crecimiento económico sin desarrollo social, forma parte de una serie de problemas estructurales cuya data es vieja.
Así, desde el punto vista histórico, conviene explicar cómo se entretejen las relaciones sociales de producción y quiénes se benefician de las estructuras económicas dominantes. Las historias locales de los municipios analizados en la Región de Murcia, interesan en buena medida como refractarios de los problemas estructurales indicados más arriba, que si bien durante el siglo pasado eran un reflejo de la historia nacional (Carreras 2000), podemos asegurar que al periclitar la centuria, lo local pasaba a reflejar o refractar las transformaciones surgidas de la globalización económica y cultural.
De esta manera, y realizando un esfuerzo sintético de reconstrucción histórica, partiendo de un tiempo medio braudeliano, durante finales del siglo XIX, en la Región de Murcia al compás de la desamortización se fueron desarrollando toda una serie de políticas liberales que cristalizaron en la acumulación de patrimonios agrícolas. Mediado el ochocientos, la agricultura tradicional extensiva y cerealista para el autoconsumo familiar iba dando aperturas a una agricultura en cierto modo renovada y abierta al mercado exterior. Como explicaba el historiador Miguel Rodríguez Llopis (1998), el desarrollo capitalista en la región se fundamentó bajo graves problemas heredados del Antiguo Régimen, especialmente la gran propiedad no cejaba en su empeño de asfixiar a pequeños campesinos propietarios. También la transición demográfica, y por tanto el crecimiento poblacional, dio paso a un aumento progresivo de la fragmentación de la tierra por herencia, haciendo que las unidades campesinas no fuesen competitivas. Además del factor hereditario, a la disgregación de la tierra contribuyó la estrategia de terratenientes y caciques que repartían sus propiedades a más arrendatarios. Con esto se beneficiaban en un doble sentido: por un lado, aumentaban los ingresos por arriendos; y por otro, ejercían un control social sobre los campesinos. El aumento de jornaleros dio paso a un ejército permanente de mano obra, que permitió a la “burguesía murciana mantener bajos salarios en relación con las medias nacionales, lo que contribuyó al éxito de los proyectos de desarrollo agrario o industrial que promovieron” (Llopis 1998:411-412).
Ciertamente, la reconversión hacia la hortofruticultura provocó una fragmentación de la tierra sin precedentes: entre 1820 y 1922, por citar dos municipios de la vega del Segura, Abarán y Molina de Segura, el 67 por ciento de las tierras de cultivo eran inferiores a 1 hectárea. En suma, como argumentaba Llopis, “el antiguo arrendatario campesino desaparecía para dar paso a aparceros, terrajeros y colonos en mayor número y con superficies de cultivo más reducidas” (Ibídem: 413).
La emigración fue un catalizador de problemas sociales, así como la reestructuración familiar que mal que bien tuvo que adaptarse a la nueva economía de mercado. El alumbramiento de esta sociedad pasaba inexorablemente por la inversión constante de capital para insumos, lo que provocó una dependencia crediticia que incentivó la búsqueda de salarios subsidiarios en las fábricas, cobrando un papel fundamental el trabajo de la mujer en la incipiente industria conservera en la región; e incluso la mano de obra infantil fue tónica general en la triste historia reciente.
Ante las situaciones de precariedad descritas fueron surgiendo movimientos asociativos y luchas sociales protagonizadas especialmente por anarquistas y socialistas consolidando sindicatos y cristalizando avances sociales. En este sentido, asociaciones como las de los esparteros o las de los Jóvenes Agricultores, ambas pertenecientes al municipio de Cieza, irrumpían a finales del siglo XIX en estallidos de revueltas que se extendieron por todo el valle de la vega alta del Segura. Sus reivindicaciones pasaban por el aumento salarial y el rechazo al acaparamiento de capital en un puñado de familias burguesas ciezanas y rentistas absentistas que residían en Madrid. Se daba así un acaparamiento de tierras y capital, “sin ningún tipo de redistribución social que no fuera más allá de las prácticas caritativas”. Entre 1910 y 1917 se produjeron numerosas huelgas en diversos municipios de la región, cuyas reclamaciones pasaban por el aumento salarial, así como por la reducción de la jornada laboral. El sindicalismo amarillo de la burguesía terrateniente se sumó al corporativismo católico, ambos fueron el frente estratégico de la burguesía regional ante las exigencias de las clases sociales de trabajadores fabriles y campesinos.
Mujeres
trabajadoras en la manipulación de fruta en fresco. Murcia, Abarán, hacia 1960[4]
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Familias como los Barnuevo y Alix, Fontes, Estor, Stárico, Brugarolas, recibieron títulos nobiliarios a la par que se sumaban estratégicamente en lazos familiares a la antigua nobleza terrateniente dando con ello “una simbiosis perfecta” para controlar el imparable crecimiento de jornaleros proletarizados (Llopis 1998; Picazo 1986). Leves serán los cambios hasta la revolución social protagonizada por la clase trabajadora durante el año 1936. La reforma agraria constituyó un fenómeno de gran relevancia para una región, en palabras de Llopis, suponía acabar con “el proceso de concentración de propiedades desarrollado por la nobleza y la burguesía murcianas durante siete siglos”. Así por ejemplo, se formaron mancomunidades que ocuparon fincas de la familia Cierva dirigidas por la CNT y UGT y dieron sustento a entre 400 y 1.500 trabajadores... La guerra puso fin a estas políticas distributivas (Llopis 1998:439-440) [5]
De esta manera, tras la guerra civil, en Murcia se consolidaba la burguesía terrateniente. Alcaldes y caciques tomaban las decisiones políticas desde las municipalidades y diputaciones provinciales. Se encargaban de velar armas por las tierras y los usos del agua, recursos recientemente recuperados bajo el telón fascista de la dictadura de Franco. Mientras, en los pueblos los terratenientes locales recuperaron simultáneamente el poder municipal y sus ricos patrimonios, convirtiéndose en un elemento necesario del engranaje político lo que no dejó de ser una continuidad de pasadas épocas caciquiles” (Llopis 1998; Nicolás Marín 1999).
Pasado el franquismo, el desarrollismo de los sesenta dio paso a la consolidación de nuevos y viejos patrimonios al albur de la especulación urbanística y al desarrollo de la agroindustria. En otras palabras, como explicaban Andrés Pedreño y Pedro Segura, los años sesenta no suponen una ruptura, sino más bien una reproducción de nuevas y seculares tendencias: “La eventualidad como característica dominante del jornalerismo queda lejos de desaparecer, siendo legalizada por el sistema regulador con la Ordenanza Laboral del Campo de 1969. Institucionalmente quedó de esta forma garantizada la pervivencia de la eventualidad como forma de relación laboral básica en el campo (1998: 703). De estos años acá los rasgos definitorios del campo murciano mantienen unas relaciones sociales de producción precarias y eventuales, y altamente dependientes de mano de obra femenina e inmigrante.
Por concluir, el boom agroexportador puede contribuir al crecimiento económico de una fracción propietaria de los medios de producción, sin asegurar, por cierto, un crecimiento sostenido ni sostenible del resto de los sectores productivos. Ni mucho menos asegurar unas relaciones laborales justas y equilibradas. Cuando prevalece la idea obtusa de producir y exportar bajo el paradigma de la competitividad y el crecimiento económico, se ocasiona un fuerte deterioro del territorio y de las gentes que lo habitan. La sostenibilidad, tomando la definición de Enric Tello, consiste en satisfacer las necesidades de cada generación sin minar la capacidad de las generaciones sucesivas de hacer lo propio. Y sin embargo, “al tiempo que se avanza en la senda de un modelo de crecimiento económico, también crecen la pobreza y la inseguridad de generaciones futuras (Tello 2010). Paul Collier, un profesor de Oxford, sostiene que la falta de alimentos y los problemas de la pobreza tienen su solución en la agricultura comercial de gran escala, en la ingeniería genética y en el desplazamiento de la agricultura campesina “que es ineficaz porque los campesinos no actúan ni como empresarios, ni como innovadores, puesto que están demasiado ocupados en su propia alimentación” (Fontana 2010:163). La mirada prístina que hemos intentado dibujar en estas líneas, como un bosquejo inacabado, pretende sostener todo lo contrario.
No se trata de idealizar la agricultura campesina, sino de buscar vías políticas que procuren resolver los problemas que afectan severamente a las sociedades contemporáneas. Porque ante todo, los problemas no son únicamente económicos sino también políticos. La agricultura murciana es un claro espejo donde la historia se define por el acaparamiento de la tierra en un puñado de propietarios; nobleza y burguesía formaron alianzas para mantener en suspenso cualquier atisbo reformista. Las propias reformas liberales dieron nombre a nuevos propietarios que enajenaron tierras, las fragmentaron y se procuraron la entrada de divisas por arriendos. Otros invirtieron capitales y procuraron elevar las tasas de productividad pero a base de proletarizar a la población rural. La reforma agraria, ahogada por la guerra civil, supuso un replanteamiento de la trayectoria de la historia de siete siglos atrás, como expusimos.
La autosubsistencia procurada por la vía campesina a partir de la agricultura tradicional orgánica no debe ser percibida como una forma desequilibrada, causa y consecuencia del atraso en el desarrollo rural agrícola; como estamos exponiendo los intentos distributivos refrenados y silenciados pueden ser considerados una vía para neutralizar la abrasión medioambiental y social de la industria agroalimentaria. En ocasiones las condiciones edafológicas son determinantes en la tipología de cultivos y especialmente en las tasas de productividad. Aún así, la modernización de la agricultura de la mano de la Revolución Verde, a partir de insumos tecnológicos y químicos, así como las nuevas formas de organizar el trabajo y la producción basada en alta tecnología, etc., no están dando los resultados esperados por los defensores pioneros de la Revolución Verde, tales como Elvin Charles Stakman y otros, que justificaron en su libro Campaigns against hunger, publicado en 1967, toda la trama ideológica del programa geopolítico.
La constatación histórica de la progresiva proletarización del agricultor y su desvinculación de los medios y recursos de producción dejan a la agricultura global reducida a un grupo de grandes multinacionales incapaces de sostener la alimentación global, porque sus motivaciones son estrictamente económicas, o dicho en otros términos se mueven por su auri sacra fames . Hilvanando la Historia se percibe este sentido trágico: si ayer los terratenientes manejaban y controlaban las tierras en beneficio propio subsumiendo a la inmensa mayoría de la población rural en la miseria, o en la subsistencia precaria, hoy las sociedades anónimas propagan los mismo efectos bajo términos políticos y legislativos que sostienen su afán productivista.
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[1] El agotamiento de las tierras de cultivo por su sobreexplotación no es un fenómeno causado únicamente a partir de la Revolución Verde; los enclaves bananeros en Centroamérica pertenecientes a la United Fruit Company son un claro ejemplo de este proceso devastador a partir del monocultivo, en este caso de banano. Por otro lado, y tras más de una década de Revolución Verde, en 1962, por ejemplo, Rachel Carson publicaba Silent Spring, ofreciendo datos alarmantes sobre los efectos de los pesticidas sobre la producción alimentaria. .
[2] Según datos del Ministerio de Agricultura, Alimentación y Medioambiente (MAGRAMA,2013), Murcia dedica 5.493 hectáreas a este cultivo.
[3] Pueden consultarse dos artículos que plantean este problema desde dos perspectivas diferentes pero con unas conclusiones similares. Por un lado, el texto de Eliane Ceccon, “La revolución verde, tragedia en dos actos”, Ciencias, 91, septiembre 2008, pp.21-29; un análisis biológico que no prescinde del la formación histórica. Y por otro lado, la interesante revisión historiográfica y análisis geopolítico de la Revolución Verde, que aunque centrado en Costa Rica dibuja un panorama internacional del fenómeno desde el punto de vista político y económico. Wilson Picado, “En busca de la genética guerrera. Segunda Guerra Mundial, cooperación agrícola y Revolución Verde en la agricultura de Costa Rica”, Historia Agraria, 56, abril 2012, pp. 107-134..
[4] Tomado de “Abarán. Imagen y recuerdo, Tomo I, Ayuntamiento de Abarán, 2006.
[5] Ricardo Robledo reivindicaba, no tanto el “papel estelar” del que gozó la reforma agraria, sino la consideración de un análisis crítico que contemple el desarrollo económico “valorando más positivamente las consecuencias de reformas distributivas que no pueden medirse únicamente por aumentos de la productividad en el corto plazo”. Robledo, R., “Nuevas y viejas cuestiones en la historia agraria española”, Ayer, 47 2002, pp.262-275..
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Referencias bibliográfícas
Alburquerque, Francisco (2003) “Teoría y práctica del enfoque del desarrollo local”, CSIC, Madrid.
Carreras Ares, Juan José (2000), Razón de historia: estudios de historiografía, Marcial Pons. Ediciones de Historia, Madrid.
Ceccon, Eliane (2008), “La revolución verde, tragedia en dos actos”, Ciencias, 91, septiembre, pp.21-29.
Fontana, Josep (2010), La crisis de 2006-2008. Unas reflexiones desde la perspectiva de la historia agraria, en Garrabou, R. Sombras del progreso. Las huellas de la historia agraria, Crítica, Barcelona, pp.151-168.
Nicolás Marín, María Encarna (1999), “Los poderes locales y la consolidación de la dictadura franquista”, Ayer, 33, pp. 65-86.
Pedreño, Andrés y Segura Artero, Pedro (1998), “Viejas y nuevas formas de conflictividad jornalera en el campo murciano”, en Castillo, Santiago y José María Ortiz (coord..), Estado, protesta y movimientos sociales, Asociación de Historia Social, Universidad del País Vasco, pp. 697-709.
Pérez Picazo, María Teresa (1986), Oligarquía urbana y campesinado en Murcia, 1875-1902, Academia Alfonso X El Sabio, Murcia.
Picado, Wilson (2012), “En busca de la genética guerrera. Segunda Guerra Mundial, cooperación agrícola y Revolución Verde en la agricultura de Costa Rica”, en Revista Historia Agraria, número56, pp. 107-134.
Robledo, Robledo (2002) “Nuevas y viejas cuestiones en la historia agraria española”, Ayer, 47, pp.262-275.
Rodríguez Llopis, Miguel (1998), Historia de la Región de Murcia, Editora Regional de Murcia.
Tello, Enric (2010), Un vínculo perdido: Energía y uso del territorio en la transformación histórica de los paisajes agrarios mediterráneos, pp. 353-382, en Garrabou, Ramón , Sombras del progreso. Las huellas de la historia agraria, Crítica, Barcelona.
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