Alvin W. Gouldner y Maurice R.
Stein (1954) en sus “procedimientos en el trabajo de campo” en su conocida
investigación sobre la empresa minera que sustenta empíricamente el libro sobre
los modelos de la burocracia industrial (véase traducción en revista Sociología
del Trabajo, nº 71, 2010) escriben algo que empezamos a suscribir plenamente en
nuestro trabajo de campo entre las mujeres de los almacenes agrícolas de
Abarán: “En todo momento fuimos conscientes de que conseguir entrevistados era
un proceso social, que tenía lugar en un marco social que podía perjudicarnos o
ayudarnos” (p. 152). En esta nota del Diario de Campo se van explicitando las
condiciones sociales de posibilidad de las entrevistas de nuestro trabajo de
campo que conviene tener presentes reflexivamente…
“Buenas tardes” –dice Toni
mientras sube al coche. “Qué calor, ¿no?” –responde Elena a modo de saludo. Son
las cuatro de la tarde y, a pesar de estar a finales de enero, el termómetro
marca 27 grados. Nos dirigimos a Abarán, donde tenemos previsto encontrarnos
con Pura[1],
la que será nuestra primera trabajadora de almacén entrevistada. La campaña de
uva de mesa terminó en Navidad y solamente en estas fechas post-trabajo
disponen estas mujeres de tiempo para atendernos. Pura está a punto de cumplir
sesenta años y nos interesa hablar con ella porque lleva toda la vida trabajando
en la agricultura, principalmente en un almacén de manipulado, lo que la
convierte en una informante atrayente con la que aprender sobre los cambios en
los procesos productivos, en la organización del trabajo, en las condiciones
laborales, en las estrategias familiares...
Durante la media de hora de
camino en coche, hablamos sobre el modo de enfocar la entrevista y acordamos
hacerla de una manera muy abierta, porque probablemente Pura sea una buena
candidata para un relato de vida y nos interesa tener ahora una panorámica
general de su trayectoria laboral. También comentamos que, en nuestras
conversaciones para concertar la entrevista, Pura siempre se ha mostrado muy
dispuesta, no así su marido que parece desconfiar de nosotros… pero es sólo una
impresión. Cuando llegamos a Abarán tenemos ciertas dificultades para encontrar
la dirección a la que nos dirigimos, debido en parte a nuestro desconocimiento
del municipio y, en parte, a la compleja trama urbana del pueblo, que parece
haber crecido de manera anárquica.
Pidiendo orientación a los pocos
vecinos que encontramos por la calle y con el GPS del teléfono móvil en la mano
debemos resultar, cuando menos, una pareja peculiar. Por fin conseguimos llegar
a la calle que buscamos y, tras aparcar el coche, llamamos por teléfono a
nuestra informante, ya que no nos ha facilitado el número exacto de su
vivienda.
-
Hola, buenas tardes, ¿Pura? – pregunto a su
marido, que es quién contesta al teléfono.
-
No está, se ha ido a la peluquería con la nieta.
-
Es que… había quedado con ella – repongo con voz
lastimosa.
-
Pues se habrá olvidado de que había quedado con
usted, vuelva a llamar dentro de dos horas a ver si ha vuelto, adiós.
Primer plantón del trabajo de
campo (y primer aprendizaje sobre las condiciones sociales de posibilidad del
trabajo de campo): la sensación de que el marido de Pura no quiere que hable
con nosotros. Reflexionamos sobre cómo en un pueblo donde todo gira en torno al
almacén (no a los almacenes, sino a “el almacén”), es muy probable que
encontremos reticencias por parte de los trabajadores a la hora de hablar con
alguien que viene de fuera, de la Universidad, para preguntar por unas
condiciones laborales que ellos saben plagadas de irregularidades. De hecho, en
una de las conversaciones con Pura para concertar la entrevista ella me comenta
“treinta años llevo en el almacén, lo mejor que me ha pasado en la vida”…
parece querer fijar, con esta frase, los límites del discurso.
Decidimos buscar el bar donde
hemos quedado para hacer entrevistas dos días más tarde. Al llegar nos sentamos en la terraza, techada
con una lona de plástico, en la que hay seis mesas ocupadas principalmente por gente
joven, algunas por estudiantes que discuten sobre sus exámenes de alguna carrera
relacionada con la economía. Mientras tomamos un café, haciendo tiempo para
volver a llamar a Pura, llegan a la terraza un grupo de mujeres, todas ellas con
una carpeta amarilla bajo el brazo.
Cuando ya nos disponíamos a
marcharnos, nuestras vecinas sostienen una conversación sobre sus trabajos en
los almacenes agrícolas, sobre quién ha trabajado más, sobre quién lo necesita
más… Salvando la sensación de apuro, y dispuestos a no perder por completo la
tarde, nos acercamos a la mesa. Les pedimos disculpas por interrumpirlas, por
haber escuchado su conversación sin querer y les comentamos que somos investigadores
de la Universidad de Murcia y que, precisamente, estamos estudiando sobre el
trabajo agrícola en la zona. Se hace un silencio, las mujeres intercambian
miradas rápidas entre sí. Le entregamos una tarjeta de visita a la más cercana
a nosotros, la más locuaz, que coge la tarjeta y nos mira de arriba abajo, con
una media sonrisa difícil de interpretar. “¿En el trabajo? –habla al fin– hemos
retrocedido 30 años”. Ante tan contundente afirmación les preguntamos por qué aseguran
que sus condiciones de trabajo han empeorado tanto. Tras unos minutos de breves
comentarios, nos invitan a sentarnos y estamos hablando con ellas durante unos
45 minutos.
Las cinco mujeres reunidas rondan
la cincuentena, las dos sentadas más cerca de nosotros son las más dispuestas a
hablar, a veces en una sola conversación,
pero la mayor parte del tiempo en varias conversaciones que se
solapaban, las otras tres mujeres fuman sin parar, interviniendo muy de vez en
cuando. Nos cuentan que son trabajadoras de almacén, que han terminado la
campaña de la uva en Navidad y que ahora están haciendo un curso de formación
en una academia cercana porque “cuando no
estamos trabajando nos formamos”. Eso es desde enero a finales de abril o
comienzos de mayo, cuando no hay trabajo en la fruta ni en la uva. Están haciendo un curso de ocio y tiempo libre
para personas mayores, “así podré
entretener a mi madre”, nos dice con cierta ironía una de las mujeres, que más
tarde nos comenta que está cuidando de su madre, a la que han reconocido una
ayuda por dependencia… inevitable pensar en Mingione y en la importancia que
tienen las prestaciones públicas en la “agrupación de ingresos” de los hogares
y, por tanto, en sus estrategias de supervivencia, sobre todo cuando los
salarios no llegan todos los meses.
En relación al trabajo, aseguran
que ahora hay menos porque han cerrado muchos almacenes y cooperativas, hacen
un repaso de ellos, enumerándolos, hasta concluir que serían alrededor de unos
veinte. Se trata de un dato importante, que habrá que contrastar en la investigación
y que podría estar indicando un proceso de concentración y centralización de
capital en las empresas más potentes del sector. Respecto a las condiciones de
trabajo, nos dicen que han empeorado, que han perdido derechos, que ahora las
han cambiado al régimen especial agrario y que se tienen que “pagar el sello”.
Esta última información no coincide con lo que nosotros conocemos de la actual
legislación. “¿Pero en Frutas Esther?” –preguntamos para saber si hablan de una
empresa o de una cooperativa. La mujer se tensa, mira a izquierda y derecha
para ver quién puede estar escuchándola y baja la voz: “sí, en Frutas
Esther”.
Las mujeres se quejan de la
competencia que suponen para ellas tanto las trabajadoras inmigrantes como “las
viejas”. Entramos aquí en un discurso con el que las mujeres fijan su posición,
y sus avales, aludiendo a la cualificación laboral y el rendimiento en el
trabajo, pero que moviliza, en última instancia, diferenciaciones étnicas y de
edad.
Frente a las trabajadores
migrantes, nos plantean, ellas realizan el trabajo con más calidad y más rápido, son más cuidadosas a
la hora de limpiar la uva y de colocarla en las cajitas. Limpieza y primor en
un trabajo que conocen bien porque lo han hecho toda su vida. Un discurso de
virtudes femeninas y cualificaciones tácitas, como nos recuerda Susana Narotzky
al hablar del trabajo como ayuda, pero que ahora adopta el lenguaje del
reconocimiento profesional: el trabajo en el almacén no es para ellas un
trabajo que pueda hacer cualquiera, ni que se pueda hacer de cualquier manera y,
en consecuencia, debería tener una remuneración acorde con sus habilidades.
Como las trabajadoras migrantes no poseen esas cualidades, nos dicen, reducen
sus salarios para poder competir en el trabajo, una competencia que ellas
entienden como desleal y que degrada las condiciones de trabajo y el estatus de
todas. Recordando algunas reflexiones recientes sobre la acción sindical en el
sistema agroalimentario, podríamos plantear que este discurso representa una
demanda de reconocimiento de las cualificaciones laborales como forma de
contener las estrategias empresariales de movilización de un ejército de
reserva que, en este territorio, tiene rostro no sólo femenino, sino también
extranjero.
Frente a las trabajadoras
“viejas”, argumentan, ellas pueden mantener
un ritmo de trabajo superior con la misma calidad. “Las viejas” son las mujeres
que llevan más tiempo trabajando en el almacén, las primeras en ser llamadas y
las últimas en abandonar el almacén, las que trabajan más días de campaña,
porque son fijas-discontinuas; en un
trabajo estacional como el del manipulado de la fruta fresca, trabajar más o
menos días no es una cuestión banal.
En estas apreciaciones se
evidencian estrategias weberianas de cierre social (respecto a las trabajadoras
inmigrantes) y de usurpación social (respecto a los “privilegios” que ostentan
“las viejas” por su mayor antigüedad en la empresa) construidas sobre la movilización
de diferenciaciones de edad, pertenencia etno-nacional y cualificaciones
productivas.
Al volver sobre la degradación de
las condiciones de trabajo, sobre todo con la crisis económica que ha puesto a
la orden del día el “lo tomas o lo dejas” y el “es lo que hay”, nuestras
interlocutoras nos hablan de su participación en las importantes luchas y
huelgas de finales de los 80 y comienzos de los 90, en las que consiguieron
mejorar sus salarios, sus condiciones de trabajo, el reconocimiento de las horas
extras, la contratación como “fijo discontinuo” etc. Una de ellas, que fue subdelegada
de UGT, nos relataba cómo reclamó recientemente los atrasos que le debía la
empresa acompañada de un enlace sindical.
Para completar este puzle
deslavazado nos dibujan, a grandes trazos, sus mapas familiares: madres y
padres que cuidar, hijos que no tienen trabajo con 26 y 28 años y que permanecen
en el hogar paterno, sin posibilidades de emanciparse. Una de ellas, con una
hija en la universidad cursando un master, nos pregunta “¿tiene mi hija que dejar de estudiar ahora porque a mí no me den
trabajo ahora?”. Estrategias de movilidad social truncadas por la crisis,
pero también por un territorio que no parece ofrecer más opciones laborales que
las del almacén.
Sus maridos no ganan más de 1000
euros. Algunos trabajan como escardadores en competencia de nuevo con migrantes
que, afirman, cobran menos y hacen peor el trabajo. Otros se ocuparon en la
construcción, pero desde el comienzo de la crisis de 2008, andan combinando trabajos
para obtener una renta mensual decente. En los años de bonanza, incluso algunas
de ellas abandonaron el trabajo en el almacén para trabajar en otros sectores o
para dedicarse al trabajo doméstico, estrategias que implicaron renunciar a la
antigüedad en el trabajo agrícola y que ahora las colocan en una posición menos
favorable en su retorno al sector.
Ante un grupo de mujeres tan
interesante, con un conocimiento y experiencias tan importantes de la realidad
laboral y social del almacén de manipulado, intentamos establecer una forma de mantener
el contacto para futuras entrevistas, en las que profundizar en los temas que, de
una forma un tanto caótica, habíamos estado abordando. De nuevo las miradas
rápidas, los silencios, la reticencia a darnos sus números de teléfono; de
nuevo nuestra explicación de quiénes somos, de qué buscamos… “Lo que nos digáis es confidencial, nosotros
garantizamos el anonimato” –explicamos en un último intento desesperado por
conseguir sus contactos. “Claro, es que si no te puedes meter en un lío” –dice
la mujer que cuida de su madre. “Ya os llamamos nosotras” –dice la que cogió la
tarjeta, guardándola en su bolso y zanjando así el asunto. Sólo una de ellas
accede a facilitarnos su teléfono.
Satisfechos por el giro que ha
tomado nuestra visita a Abarán regresamos al coche y llamamos de nuevo a Pura.
“Todavía no ha vuelto de la peluquería”, nos dice el marido y cuelga el
teléfono. Estamos en su calle pero no sabemos cuál es la casa, bromeamos con
que el hombre está escondido detrás de unos visillos, espiando nuestros
movimientos… bromeamos, pero la sensación es ésa. En el viaje de vuelta a
Murcia comentamos lo interesante del encuentro y coincidimos, de nuevo, en las
reticencias, incluso miedo latente, que se respiraba en algunos momentos de la
conversación. Una de las mujeres nos había preguntado “¿Una entrevista dónde?,
¿en mi casa?, ¿en el bar?”… no nos conocen, no se fían de llevarnos a sus
casas… pero tampoco quieren hablar de estas cuestiones en un sitio público,
expuestas a oídos y miradas en un pueblo donde todos se conocen. Quizá
deberíamos buscar un lugar donde ellas se sientan más cómodas, un espacio en el
centro social, en alguna dependencia del ayuntamiento… habrá que pensarlo, no
hay espacios neutros. La tarde nos ha enseñado que no será fácil ganarse la
confianza de estas mujeres, hacerles hablar, pero seguro que será una tarea interesante.
[1] Los nombres de las personas contactadas o
entrevistadas son ficticios, con el fin de garantizar su anonimato.
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