lunes, 4 de marzo de 2013

DIARIO DE CAMPO REGIÓN DE MURCIA (1). VISITA ETNOGRÁFICA A ABARÁN: DE TERTULIA CASUAL EN EL BAR “EL CONGRESO” O DE CÓMO LA REALIZACIÓN DE ENTREVISTAS ES UN PROCESO SOCIAL


Alvin W. Gouldner y Maurice R. Stein (1954) en sus “procedimientos en el trabajo de campo” en su conocida investigación sobre la empresa minera que sustenta empíricamente el libro sobre los modelos de la burocracia industrial (véase traducción en revista Sociología del Trabajo, nº 71, 2010) escriben algo que empezamos a suscribir plenamente en nuestro trabajo de campo entre las mujeres de los almacenes agrícolas de Abarán: “En todo momento fuimos conscientes de que conseguir entrevistados era un proceso social, que tenía lugar en un marco social que podía perjudicarnos o ayudarnos” (p. 152). En esta nota del Diario de Campo se van explicitando las condiciones sociales de posibilidad de las entrevistas de nuestro trabajo de campo que conviene tener presentes reflexivamente…

“Buenas tardes” –dice Toni mientras sube al coche. “Qué calor, ¿no?” –responde Elena a modo de saludo. Son las cuatro de la tarde y, a pesar de estar a finales de enero, el termómetro marca 27 grados. Nos dirigimos a Abarán, donde tenemos previsto encontrarnos con Pura[1], la que será nuestra primera trabajadora de almacén entrevistada. La campaña de uva de mesa terminó en Navidad y solamente en estas fechas post-trabajo disponen estas mujeres de tiempo para atendernos. Pura está a punto de cumplir sesenta años y nos interesa hablar con ella porque lleva toda la vida trabajando en la agricultura, principalmente en un almacén de manipulado, lo que la convierte en una informante atrayente con la que aprender sobre los cambios en los procesos productivos, en la organización del trabajo, en las condiciones laborales, en las estrategias familiares... 
Durante la media de hora de camino en coche, hablamos sobre el modo de enfocar la entrevista y acordamos hacerla de una manera muy abierta, porque probablemente Pura sea una buena candidata para un relato de vida y nos interesa tener ahora una panorámica general de su trayectoria laboral. También comentamos que, en nuestras conversaciones para concertar la entrevista, Pura siempre se ha mostrado muy dispuesta, no así su marido que parece desconfiar de nosotros… pero es sólo una impresión. Cuando llegamos a Abarán tenemos ciertas dificultades para encontrar la dirección a la que nos dirigimos, debido en parte a nuestro desconocimiento del municipio y, en parte, a la compleja trama urbana del pueblo, que parece haber crecido de manera anárquica.
Pidiendo orientación a los pocos vecinos que encontramos por la calle y con el GPS del teléfono móvil en la mano debemos resultar, cuando menos, una pareja peculiar. Por fin conseguimos llegar a la calle que buscamos y, tras aparcar el coche, llamamos por teléfono a nuestra informante, ya que no nos ha facilitado el número exacto de su vivienda.
-        Hola, buenas tardes, ¿Pura? – pregunto a su marido, que es quién contesta al teléfono.
-        No está, se ha ido a la peluquería con la nieta.
-        Es que… había quedado con ella – repongo con voz lastimosa.
-        Pues se habrá olvidado de que había quedado con usted, vuelva a llamar dentro de dos horas a ver si ha vuelto, adiós.

Primer plantón del trabajo de campo (y primer aprendizaje sobre las condiciones sociales de posibilidad del trabajo de campo): la sensación de que el marido de Pura no quiere que hable con nosotros. Reflexionamos sobre cómo en un pueblo donde todo gira en torno al almacén (no a los almacenes, sino a “el almacén”), es muy probable que encontremos reticencias por parte de los trabajadores a la hora de hablar con alguien que viene de fuera, de la Universidad, para preguntar por unas condiciones laborales que ellos saben plagadas de irregularidades. De hecho, en una de las conversaciones con Pura para concertar la entrevista ella me comenta “treinta años llevo en el almacén, lo mejor que me ha pasado en la vida”… parece querer fijar, con esta frase, los límites del discurso.
Decidimos buscar el bar donde hemos quedado para hacer entrevistas dos días más tarde.  Al llegar nos sentamos en la terraza, techada con una lona de plástico, en la que hay seis mesas ocupadas principalmente por gente joven, algunas por estudiantes que discuten sobre sus exámenes de alguna carrera relacionada con la economía. Mientras tomamos un café, haciendo tiempo para volver a llamar a Pura, llegan a la terraza un grupo de mujeres, todas ellas con una carpeta amarilla bajo el brazo.

Cuando ya nos disponíamos a marcharnos, nuestras vecinas sostienen una conversación sobre sus trabajos en los almacenes agrícolas, sobre quién ha trabajado más, sobre quién lo necesita más… Salvando la sensación de apuro, y dispuestos a no perder por completo la tarde, nos acercamos a la mesa. Les pedimos disculpas por interrumpirlas, por haber escuchado su conversación sin querer y les comentamos que somos investigadores de la Universidad de Murcia y que, precisamente, estamos estudiando sobre el trabajo agrícola en la zona. Se hace un silencio, las mujeres intercambian miradas rápidas entre sí. Le entregamos una tarjeta de visita a la más cercana a nosotros, la más locuaz, que coge la tarjeta y nos mira de arriba abajo, con una media sonrisa difícil de interpretar. “¿En el trabajo? –habla al fin– hemos retrocedido 30 años”. Ante tan contundente afirmación les preguntamos por qué aseguran que sus condiciones de trabajo han empeorado tanto. Tras unos minutos de breves comentarios, nos invitan a sentarnos y estamos hablando con ellas durante unos 45 minutos.
Las cinco mujeres reunidas rondan la cincuentena, las dos sentadas más cerca de nosotros son las más dispuestas a hablar, a veces en una sola conversación,  pero la mayor parte del tiempo en varias conversaciones que se solapaban, las otras tres mujeres fuman sin parar, interviniendo muy de vez en cuando. Nos cuentan que son trabajadoras de almacén, que han terminado la campaña de la uva en Navidad y que ahora están haciendo un curso de formación en una academia cercana porque “cuando no estamos trabajando nos formamos”. Eso es desde enero a finales de abril o comienzos de mayo, cuando no hay trabajo en la fruta ni en la uva.  Están haciendo un curso de ocio y tiempo libre para personas mayores, “así podré entretener a mi madre”, nos dice con cierta ironía una de las mujeres, que más tarde nos comenta que está cuidando de su madre, a la que han reconocido una ayuda por dependencia… inevitable pensar en Mingione y en la importancia que tienen las prestaciones públicas en la “agrupación de ingresos” de los hogares y, por tanto, en sus estrategias de supervivencia, sobre todo cuando los salarios no llegan todos los meses.

En relación al trabajo, aseguran que ahora hay menos porque han cerrado muchos almacenes y cooperativas, hacen un repaso de ellos, enumerándolos, hasta concluir que serían alrededor de unos veinte. Se trata de un dato importante, que habrá que contrastar en la investigación y que podría estar indicando un proceso de concentración y centralización de capital en las empresas más potentes del sector. Respecto a las condiciones de trabajo, nos dicen que han empeorado, que han perdido derechos, que ahora las han cambiado al régimen especial agrario y que se tienen que “pagar el sello”. Esta última información no coincide con lo que nosotros conocemos de la actual legislación. “¿Pero en Frutas Esther?” –preguntamos para saber si hablan de una empresa o de una cooperativa. La mujer se tensa, mira a izquierda y derecha para ver quién puede estar escuchándola y baja la voz: “sí, en Frutas Esther”. 

Las mujeres se quejan de la competencia que suponen para ellas tanto las trabajadoras inmigrantes como “las viejas”. Entramos aquí en un discurso con el que las mujeres fijan su posición, y sus avales, aludiendo a la cualificación laboral y el rendimiento en el trabajo, pero que moviliza, en última instancia, diferenciaciones étnicas y de edad.
Frente a las trabajadores migrantes, nos plantean, ellas realizan el trabajo con  más calidad y más rápido, son más cuidadosas a la hora de limpiar la uva y de colocarla en las cajitas. Limpieza y primor en un trabajo que conocen bien porque lo han hecho toda su vida. Un discurso de virtudes femeninas y cualificaciones tácitas, como nos recuerda Susana Narotzky al hablar del trabajo como ayuda, pero que ahora adopta el lenguaje del reconocimiento profesional: el trabajo en el almacén no es para ellas un trabajo que pueda hacer cualquiera, ni que se pueda hacer de cualquier manera y, en consecuencia, debería tener una remuneración acorde con sus habilidades. Como las trabajadoras migrantes no poseen esas cualidades, nos dicen, reducen sus salarios para poder competir en el trabajo, una competencia que ellas entienden como desleal y que degrada las condiciones de trabajo y el estatus de todas. Recordando algunas reflexiones recientes sobre la acción sindical en el sistema agroalimentario, podríamos plantear que este discurso representa una demanda de reconocimiento de las cualificaciones laborales como forma de contener las estrategias empresariales de movilización de un ejército de reserva que, en este territorio, tiene rostro no sólo femenino, sino también extranjero.

Frente a las trabajadoras “viejas”,  argumentan, ellas pueden mantener un ritmo de trabajo superior con la misma calidad. “Las viejas” son las mujeres que llevan más tiempo trabajando en el almacén, las primeras en ser llamadas y las últimas en abandonar el almacén, las que trabajan más días de campaña, porque son fijas-discontinuas;  en un trabajo estacional como el del manipulado de la fruta fresca, trabajar más o menos días no es una cuestión banal.
En estas apreciaciones se evidencian estrategias weberianas de cierre social (respecto a las trabajadoras inmigrantes) y de usurpación social (respecto a los “privilegios” que ostentan “las viejas” por su mayor antigüedad en la empresa) construidas sobre la movilización de diferenciaciones de edad, pertenencia etno-nacional y cualificaciones productivas.
Al volver sobre la degradación de las condiciones de trabajo, sobre todo con la crisis económica que ha puesto a la orden del día el “lo tomas o lo dejas” y el “es lo que hay”, nuestras interlocutoras nos hablan de su participación en las importantes luchas y huelgas de finales de los 80 y comienzos de los 90, en las que consiguieron mejorar sus salarios, sus condiciones de trabajo, el reconocimiento de las horas extras, la contratación como “fijo discontinuo” etc. Una de ellas, que fue subdelegada de UGT, nos relataba cómo reclamó recientemente los atrasos que le debía la empresa acompañada de un enlace sindical.
Para completar este puzle deslavazado nos dibujan, a grandes trazos, sus mapas familiares: madres y padres que cuidar, hijos que no tienen trabajo con 26 y 28 años y que permanecen en el hogar paterno, sin posibilidades de emanciparse. Una de ellas, con una hija en la universidad cursando un master, nos pregunta “¿tiene mi hija que dejar de estudiar ahora porque a mí no me den trabajo ahora?”. Estrategias de movilidad social truncadas por la crisis, pero también por un territorio que no parece ofrecer más opciones laborales que las del almacén.

Sus maridos no ganan más de 1000 euros. Algunos trabajan como escardadores en competencia de nuevo con migrantes que, afirman, cobran menos y hacen peor el trabajo. Otros se ocuparon en la construcción, pero desde el comienzo de la crisis de 2008, andan combinando trabajos para obtener una renta mensual decente. En los años de bonanza, incluso algunas de ellas abandonaron el trabajo en el almacén para trabajar en otros sectores o para dedicarse al trabajo doméstico, estrategias que implicaron renunciar a la antigüedad en el trabajo agrícola y que ahora las colocan en una posición menos favorable en su retorno al sector.
Ante un grupo de mujeres tan interesante, con un conocimiento y experiencias tan importantes de la realidad laboral y social del almacén de manipulado, intentamos establecer una forma de mantener el contacto para futuras entrevistas, en las que profundizar en los temas que, de una forma un tanto caótica, habíamos estado abordando. De nuevo las miradas rápidas, los silencios, la reticencia a darnos sus números de teléfono; de nuevo nuestra explicación de quiénes somos, de qué buscamos…  “Lo que nos digáis es confidencial, nosotros garantizamos el anonimato” –explicamos en un último intento desesperado por conseguir sus contactos. “Claro, es que si no te puedes meter en un lío” –dice la mujer que cuida de su madre. “Ya os llamamos nosotras” –dice la que cogió la tarjeta, guardándola en su bolso y zanjando así el asunto. Sólo una de ellas accede a facilitarnos su teléfono.

Satisfechos por el giro que ha tomado nuestra visita a Abarán regresamos al coche y llamamos de nuevo a Pura. “Todavía no ha vuelto de la peluquería”, nos dice el marido y cuelga el teléfono. Estamos en su calle pero no sabemos cuál es la casa, bromeamos con que el hombre está escondido detrás de unos visillos, espiando nuestros movimientos… bromeamos, pero la sensación es ésa. En el viaje de vuelta a Murcia comentamos lo interesante del encuentro y coincidimos, de nuevo, en las reticencias, incluso miedo latente, que se respiraba en algunos momentos de la conversación. Una de las mujeres nos había preguntado “¿Una entrevista dónde?, ¿en mi casa?, ¿en el bar?”… no nos conocen, no se fían de llevarnos a sus casas… pero tampoco quieren hablar de estas cuestiones en un sitio público, expuestas a oídos y miradas en un pueblo donde todos se conocen. Quizá deberíamos buscar un lugar donde ellas se sientan más cómodas, un espacio en el centro social, en alguna dependencia del ayuntamiento… habrá que pensarlo, no hay espacios neutros. La tarde nos ha enseñado que no será fácil ganarse la confianza de estas mujeres, hacerles hablar, pero seguro que será una tarea interesante. 


[1] Los nombres de las personas contactadas o entrevistadas son ficticios, con el fin de garantizar su anonimato. 

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