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Portada del libro "un hombre: género, clase y cultura en el relato de un trabajador". Joan Frigolé |
“El protagonista era un hombre que definía su identidad global como trabajador, pero su trayectoria laboral y vital había estado condicionada por la alternancia o la combinación del trabajo como asalariado con el trabajo de pequeño aparcero”. Con estas palabras Joan Frigolé sintetiza los rasgos básicos y sociológicamente significativos del protagonista narrador del relato de vida –un trabajador agrícola de Calasparra (Murcia)-, y que el etnógrafo compondrá para su presentación como libro, además de realizar un sistemático trabajo de contextualización donde las palabras y acontecimientos del relato adoptan relieve y textura sociohistórica. La entrevista etnográfica se realizó en 1973 y el relato de vida se inicia en los primeros años del siglo XX y abarca hasta mediados de los años 60, cuando empieza la liberalización económica del país.
Es un libro de mucho interés para los que investigamos en la Región de Murcia de hoy a los trabajadores rurales y agrícolas, pues nos habla del mundo de ayer de los hombres y mujeres que habitan los pueblos de la Vega Media-Alta del Río Segura (territorio en el que se enclava el espacio de estudio del caso murciano del Proyecto Enclaves). Para entender el significado del trabajo en estas tierras, las estrategias de vida económica de las familias rurales o sus representaciones morales, conviene entender su génesis histórica. Pasa nosotros sociólogos que estudiamos a los recolectores de fruta del campo de Cieza o a las mujeres de los almacenes de Abarán, el relato de vida que recogió e interpretó Joan Frigolé es un ejercicio de “historia del presente” pues habla precisamente de cómo el tiempo ha ido modelando unas experiencias, unas lógicas de supervivencia y una economía moral en la que se acuñan concepciones de lo que es la dignidad o la justicia que tiene un recorrido largo temporalmente y que llega hasta hoy.
“¿Qué es lo que yo pido? Yo lo que quiero es mi trabajo” (p. 359) reclama este trabajador en un momento determinado de su relato de vida. En estos campos el trabajo se resistía (y se sigue resistiendo en estos tiempos en los que de nuevo el desempleo de masas azota la vida de las gentes trabajadores) a configurar seguridades, esto es, una biografía perdurable en el tiempo, como tampoco proporcionaba unas opciones vitales mínimas para la subsistencia y mucho menos dotaba de dignidad al trabajador. “Pues entonces te machacan a palos. Y yo digo: “¡Madre mía! ¿Qué tenemos que hacer? “Muchas veces, claro, y por esta cosa, uno que es un poco débil no quiere que lo peguen, el otro que es miedoso, el otro… En fin, pues no puede venir entre nosotros esa cosa, pues porque no puede venir. El uno que se encuentra que no tiene hijos, dice: “Pues yo ya me las apañaré como venga bien”. Pero el padre que tiene hijos ya, criaturas, ¡roba!, roba si es menester” (p. 359).
La historia de la conquista siempre inconclusa de lo que Castel llamó el “salariado con dignidad” se concreta en este libro en un territorio donde tal historia adoptó una especificidad especialmente cruenta. En tal contexto, el relato de vida de este hombre refleja el proceso de construcción de una economía moral asociada a una representación del trabajo que busca desprenderse de las servidumbres que aún en aquel universo agrario entretejían a los hombres según principios jerárquicos de extrema desigualdad y vasallaje. Como expondré más adelante, es en este contexto de pervivencia de fuertes relaciones de servidumbre, propias de un mundo social en las que el trabajo escaseaba y apremiaba la incertidumbre vital, donde ha de captarse la economía política de las relaciones de aparcería que tanta centralidad tuvieron en el agro murciano.
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Entrevista con antiguos trabajadores del esparto en el Museo del Esparto de Cieza |
La recolección del esparto fue el verdadero mundo de ayer de los trabajadores rurales de la Región de Murcia (y en general del Sureste ibérico). Si hoy en el Museo del Esparto de Cieza se reivindica como parte de la memoria histórica de estos pueblos de la vega del Segura, la experiencia de “los menaores” –es decir, los trabajadores de la industria del esparto que entraron en el oficio siendo unos niños-, la historia de vida recogida por Joan Frigolé lleva al etnógrafo a constatar el arraigo en este territorio de los menaores, como recoge en varias notas a pie (Frigolé utiliza las notas a pie para intercalar apreciaciones o explicaciones en el Relato de vida, de tal forma que en las mismas se contextualizan históricamente determinadas vivencias o experiencias o se aportan otras observaciones etnográficas recogidas en la investigaciones que posibilitan generalizar socialmente hechos narrados en el Relato). Por ejemplo, cuando el protagonista del Relato de vida cuenta cómo fue por primera vez al monte a recolectar esparto –“… y esa criatura en puesto de estar en un colegio educándola, de ocho y siete, y seis años montados, tapaícos con la manta, helaícos de frío, llegaban al monte” (p. 140), Frigolé introduce una Nota a Pie (la nº 25) en la que da cuenta de otros entrevistados en su investigación que tienen una similar experiencia y escribe: “esta temprana edad de ir al monte parece formar parte principalmente del proceso de aprendizaje del espartero” (p. 140). También en otra Nota a Pie anterior constata la frecuencia del trabajo infantil:
“Muchos hijos y condiciones precarias de vida empujaban a los padres a colocarlos como mozos desde pequeños. Los numerosos testimonios recogidos se refieren a “que en su casa eran muchos y no podían alimentarlos a todos” o “en su casa pasaban hambre”. La remuneración consistía a veces nada más que en la comida: “Yo estaba de pastor por la comida”, dijo Paco el R. Se refería a la época de la postguerra y era una ocupación sólo temporaria. José de los N. en la misma época estuvo tres meses a prueba por la comida, luego le daban un duro al mes. El propio protagonista adoptó una posición crítica en otra ocasión refiriéndose al tema: “los agricultores son la clase más atrasada aquí y en todas partes. En tiempos de la Monarquía, para quitar una boca de casa, ponían a los muchachos se seis a siete años a servir” (p. 84).
Se empezaba a trabajar desde la infancia “en tiempos de la Monarquía”, y como nos recuerdan los antiguos trabajadores de la industria del esparto que hoy hacen de guías explicativos del Museo del Esparto en Cieza, también “en tiempos del franquismo”, al menos hasta los años 60, como demuestran sus propias biografías, en las que amargamente se señala ese momento en el que la escuela se abandonaba para trabajar como “menaor” en la recolección o en las tareas más intensivas del proceso industrial del esparto. El libro de Frigolé contribuye a conocer ese pasaje anterior a la fruta, que fue el esparto. Como muchos otros trabajadores rurales murcianos, el protagonista del Relato de vida trabajó en la recolección del esparto.
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Menaores en la industra del esparto de Cieza |
El trabajo se diferenciaba entre eventual y fijo. Los trabajadores eventuales eran los esparteros. Los trabajadores fijos eran los aparceros o pegujaleros. Pero esto no eran compartimentos estancos como muy bien aprecia Frigolé:
“La categoría de espartero no era cerrada. Ser espartero obligaba también a trabajar en otras actividades a lo largo del año (en otoño-invierno, pasaban por un periodo de paro determinado por el plazo de explotación del esparto fijado en la subasta). El espartero, como obrero eventual, intentaba maximizar dentro de sus posibilidades las oportunidades de trabajo y de salario que le ofrecían las distintas actividades productivas más importantes a lo largo del año que, sin duda, estaban vinculadas con la agricultura y la industria espartera.
Tampoco era cerrada la categoría de pegujalero. El pegujalero era un obrero vinculado a la tierra a través de un contrato de aparcería que, en esa zona, ofrecía mucha estabilidad, si bien para hacer viable su limitada explotación y completar su subsistencia tenía que trabajar a jornal, probablemente más en la agricultura que en otras actividades. El pegujalero era un trabajador fijo, pero con cierta cuota de eventualidad.
Los esparteros constituían la mano de obra más eventual, tanto por su régimen de contratación como por la duración anual del trabajo. Su procedencia social era diversa. Una parte procedía del mismo sector. Se trataba de hijos de esparteros, llevados por sus padres al monte desde muy pequeños y socializados en ese ambiente. Otra procedía del ámbito aparcero. Los labradores procuraban tener a sus hijos solteros ocupados en sus explotaciones, mientras los pegujaleros sólo podían mantener ocupados a unos pocos. Alternativas frecuentes para los demás hijos de pegujaleros eran trabajar como mozos y jornaleros eventuales. La etapa de mozo, considerada una etapa de aprendizaje de la agricultura, solía finalizar con el servicio militar” (pp. 39-40).
La eventualidad era el rasgo básico de las relaciones de trabajo en el mundo de ayer rural murciano (y en buena parte lo sigue siendo en el de hoy). El trabajo no solamente era escaso y explotador (“y se iba al campo de luz a luz”, p. 64), sino que además el trabajo disponible aparecía como fraccionado, discontinuo o estacional, lo que obligaba a la itinerancia y la movilidad interocupacional y/o territorial. Así, lo narra el protagonista del Relato de vida:
“Es que había unas estaciones bastante malas. El mes de mayo era una de las estaciones de las malísimas: aún no había llegado la siega, en los arroces no había faena porque estaban recién sembrados, una estación que la agricultura estaba paralizá. Y otra en el mes de agosto. Y en el invierno, pues hoy trabajabas, mañana no y asín” (p. 65)
“Trabajaba de eventual adonde me avisaban a trabajar: a coger esparto, a segar romero de ese pa esencia, a cavar con éste, con el otro, a veces aquí en el término, otras veces me iba fuera del término, y asín íbamos luchando con la vida” (p. 199).
Esta movilidad interocupacional y territorial aparece como un elemento central de la regulación social del trabajo. Como cuenta el protagonista del relato de vida, los labradores se permitían reclutar trabajadores en la plaza del pueblo cuando el ejército de reserva era muy abundante seleccionando a los jornaleros de una forma arbitraria y ofreciendo un salario miserable –“venía un señor labrador a avisar al personal y entonces íbamos todos así, como los cordericos a mamar de la madre, y todos nos acercábamos y este señor empezaba a mirar a los tíos de arriba abajo”, p. 199-, pero cuando la movilidad hacia otros territorios como ir a segar a La Mancha posibilitaba una disminución de la mano de obra disponible, los empleadores se veían obligados a subir los jornales –“… se quedaba aquí muy poca gente y, claro, tenían que recoger ellos también aquí la cosecha de cebada, trigo y avena. Entonces no encontraba y entonces aquél subía una peseta más. Venía el otro y subía otra...”, pp. 199-200-. Esta importancia de la movilidad como estrategia de vida económica y regulador social del trabajo hizo que el protagonista del relato critique el decreto del 28 de abril de 1931 de Largo Caballero según el cual se interponían unas fronteras del trabajo agrícola en los límites de cada uno de los nueve mil municipios de España. Cuando el esparto disminuía en su municipio ya no se podían ir al municipio de al lado –Moratalla- por el cierre de la frontera del trabajo agrícola –“Moratalla tiene como cuatro veces este pueblo de término. Pues na, a ellos no les faltaba el trabajo y nosotros aquí todos paraos”, p. 204-.
Finalmente, retomo la cuestión de la aparcería que tanta centralidad tuvo en el agro murciano, especialmente en las huertas de las vegas del Segura y afluentes. El protagonista del relato de vida es hijo de un aparcero, por lo que conoce bien las servidumbres implícitas en esta relación de trabajo respecto al propietario. Frente a esas servidumbres toma una posición contestataria basada en sus concepciones de lo que debe ser un hombre, de lo que es la dignidad, la justicia… Su padre llevaba a la propietaria de la tierra los primeros y mejores frutos de la cosecha como ofrenda. Un reconocimiento servil y clientelar. El protagonista del relato se niega a realizar esa ofrenda, lo primero es alimentar a la familia. En esta alteración del orden de prioridades late toda una concepción moral y política de lo que es un hombre trabajador que debe sacar adelante una familia. Esta toma de posición de género deviene prontamente en toma de posición de clase, contra lo que la aparcería implica en términos de clientelismo y servilismo: “quería avasallarme a mí como a mi pobre padre, pero se han equivocado conmigo”. Su opción por el trabajo asalariado jornalero es una ruptura con su padre y con el amo de la tierra. Dice Frigolé lucidamente: “Marca claramente las distancias tanto con el amo de la tierra como con su padre. Una cosa lleva a la otra. Su autonomía sale reforzada y le despeja el camino para alcanzar más conciencia política, en abierta disconformidad con otros casos en los cuales someterse a la relación de clientelismo con el amo de la tierra comporta el refuerzo de la autoridad del padre y la mayor dependencia del hijo” (p. 416).
Estas rupturas le llevaron a la militancia en la UGT y a los ideales socialistas. Muchos otros no hicieron este tránsito. Quedaron atados a las densas redes patriarcales del mundo de la aparcería que tanta extensión y duración tuviera en el campo murciano. La aparcería aparece como un rotundo mecanismo de disciplinamiento social y de creación de infraciudadanía. Seguramente la perdurabilidad de este sistema de trabajo explique la estabilidad y disciplina social del campo murciano –a diferencia de otras regiones muy convulsas sindical y políticamente en las décadas de los 20 y 30, como Andalucía-. Lo cual no quiere decir que no existiera conflicto y que inclusive dentro del universo aparcero surgiera un movimiento colectivo en los años 60 reivindicativo de una mayor igualdad en los tratos desiguales con los propietarios. El protagonista del relato de vida, el mismo aparcero en ese momento, narra episodios de contestación al propietario. Frigolé se hace eco de este movimiento en la Introducción del libro: “… la primera reivindicación colectiva de los aparceros. El 18 de septiembre de 1962 fue presentada a las autoridades del sindicato vertical una petición firmada por 337 aparceros. La primera de las peticiones está formulada en estos términos: “Percibir un tanto más de la producción”. Es decir, pretendían que se los compensara en términos de una partición de la cosecha que les fuera más favorable. Como no consiguieron ese objetivo, sus reivindicaciones se centraron en la modificación de las respectivas aportaciones del propietario y el aparcero. Para vencer la resistencia de los propietarios, los aparceros adoptaron la estrategia de incumplir parcialmente sus obligaciones” (p. 35).
A fines de los años 60 los aparceros habían conseguido mayores aportes de los propietarios. La emigración vaciaba los campos y la aparcería entraba en crisis definitiva como relación de trabajo (aunque perduró y perdura en el coto arrocero calasparreño). Pero ¿qué huellas políticas y morales dejó tras su secular dominio en el agro de la Región de Murcia?